Aún recuerdo cuando vi a Luís por primera vez; con
cinco añitos, recién llegado de Perú, adoptado por una pareja ya mayor, buena
gente aunque algo “thick”, con muchas ganas de convertir en tres el número de
residentes en casa. Sé que esta gente pasa por muchas entrevistas y muchas
visitas antes de que les concedan el perfil de idóneos o aptos para el papel de
padres, no sé donde estaría la persona encargada de decidirlo ese día,
porque Luís no era un niño normal sino más bien problemático, así que no creo
que el hecho de entregarlo, darlo, pasarlo, donarlo (hay tantas palabras para
el acto) a otra familia atípica fuera la mejor solución para que Luís volviera
a abandonar el orfanato. Y digo volviera porque, al igual que hacemos con las
cosas defectuosas o con tara, a Luís le devolvieron a la tienda donde le
compraron. Al parecer, fue una familia inglesa. Así que Luís dejó de hablar con
tres años, así le encontraron sus nuevos padres y así me lo explicaron a mí, con
el niño delante. El hombre olía a alcohol, la madre, una buena y sencilla
mujer, procuraba hacer cursillos acelerados de “Cómo ser mamá” a sus
cuarenta y tantos años. El hombre sólo corregía al niño: ”-Llámame papá, no me
llames por mi nombre, te he dicho que me llames papá-”.
Luís tenía unos preciosos ojos rasgados y
negros como el carbón, a juego con su pelo; crespo y completamente falto de
forma. Aún es así, ahora tiene diez años, acaba de empezar cuarto de Primaria.
Sus padres se separaron hace dos, a veces los ven a padre e hijo juntos,
haciendo cosas de hombres, bebiendo una cerveza y fumando mientras Luís merienda
una bolsa de patatas, como digo, cosas de hombres, sólo que con unos cuantos
años menos. Además del colegio, Luís visita a un psicólogo, logopeda y
psiquiatra, también se medica así que mucha gente a su alrededor procura darle
equilibrio, marcarle límites y educarle y muy pocas veces sale bien. Hoy R. lleva una herida fea en el pie, causada
por la doble caída que la misma mesa ha hecho en su pie, volcada por la rabia
de nuevo.
El curso pasado, yo también fui víctima de su
rabia, recuerdo haberle comparado con el animal salvaje que descubre por
primera vez al cazador, corriendo prácticamente a cuatro patas por toda una
sala huyendo del adulto, con sangre en sus labios de tanto morderse entre grito
y grito. Yo acabé con un par de rasguños y unas cuantas patadas suyas. No iban
hacia mí, iban, como siempre, a la nada. Creo que le cuesta dejarse
querer. Dentro de poco, sobrepasará a su madre en altura, en fuerza, hace ya
mucho que la supera con creces.
Puede que éste sea el último año que vea a Luís
cada día, sonriendo, interrumpiendo con alguna tontería o buscándonos novios,
puede que tampoco vuelva a verle llorar, gritar ni atacar en lo que él interpreta
como “defensa propia” y me causa una pena extraña. Comprendo y también empiezo
a creer que no está en el lugar adecuado, que debería ir a algún sitio en el
que cualquier adulto sea un profesional de los que todo el mundo cree que Luís
necesita pero considero que al hacerlo, también vuelve a cerrársele otra
oportunidad de recuperar algo de la normalidad que este niño de diez años
debería de tener ya.
En cierta manera, es como si lo devolvieran otra
vez no?
Hace ya mucho que no creo en los milagros pero
ojalá lo de hoy haya servido para que este pequeño ejemplar se replantee
algunas cosas y cambie el chip de una maldita vez, me consta que sabe cómo
hacerlo...